Escena 1
Son las 11:30 de la mañana de un martes y entras por la puerta de un hospital. De pronto el característico olor a desinfectante inunda tu olfato y elimina todo tipo de aroma ambiental, así como cualquier preocupación banal que a veces los humanos nos empeñamos en pensar. Respiras y, presto y dispuesto, te sitúas en la sala deseando que te llamen lo antes posible para no esperar una eternidad. Llega el momento. Acabas de escuchar tu nombre, te levantas, miras alrededor, te encuentras con algunas miradas que te observan fijamente y con mucha discreción entras a la consulta y cierras la puerta.
Escena 2
Son las 12:15 de la mañana y acabas justo de entrar a la consulta. De primeras te encuentras con los objetos que tiene cualquier doctor en su consulta. La camilla en la que tantas veces te tumbaron de pequeño, una cortina blanca y reluciente, una imprescindible impresora, unos certificados oficiales que avalan la maestría del profesional, los carteles de concienciación contra el tabaquismo o la obesidad, algún que otro molde que representa explícitamente una parte interna del ser humano y otras tantas cosas que seguro almacenas en tu cabeza.
Una vez escaneada la consulta y haber dado los buenos días, el médico te indica cortésmente que cojas asiento y sin ningún tipo de observación sigues sus indicaciones. Una vez sentado, el médico te anuncia, “ya tenemos los resultados, vamos a ver qué tal han salido”. Justo en ese momento, cuando estás más nervioso que un flan, te quedas mirando durante unos tediosos segundos como el doctor abre el documento desde su PC y a continuación, te mira y te dice: “Bien, no hay de qué preocuparse. Tienes todo correctamente. No hay rastro de aplasia, ni tampoco de facomas, así que no hará falta volver a realizar un aféresis”.
En ese mismo momento un intenso alivio recorre todo tu cuerpo, como si justo acabases de salir de un balneario, acto seguido suspiras y sonríes al mismo tiempo. Segundos después, el doctor, mirándote a los ojos con unas gafas de vista que se apoyan cómodamente en el borde de su nariz, te dice, “de todas formas voy a recetarle un antiemético en caso de que siga encontrándose mal, pero vamos no hay nada por qué preocuparse, está como una flor”.
Bien, todo perfecto. La duda más importante ya está resulta. Estoy sano. Ahora, ante la atenta y cálida mirada del doctor, te surgen preguntas al respecto, pero el tiempo es oro y más para el profesional con su larga cita de espera. Así que intentas preguntarle qué es exactamente una aplasia, a lo que rápidamente le contesta, “sí, la aplasia consiste en la desaparición de glóbulos sanguíneos en la médula ósea, es poco frecuente en personas como usted, pero teníamos que confirmar que todo estuviese bien, además, puedes distinguir entre aplasia medular total, que es cuando afecta a las células que producen los hematíes, los leucocitos y las plaquetas, o de aplasia medular parcial cuando sólo afecta a una o dos de estas líneas celulares”. Ante esta respuesta, afirmas, sonríes cortésmente, miras hacia abajo y comienzas a recoger poco a poco tus pertenencias. Y es que para tus adentros, sabes que lo importante lo has entendido, los resultados han salido bien y no vas a tener que volver al hospital.
Te levantas, te despides con un “bien, muchas gracias doctor” y te retiras escuchando de fondo el nombre del siguiente paciente con un “que pase por favor”.
Escena 3
Son las 12:40 y sales del Hospital. Contento. Feliz. Justo en esos minutos tu mente te recuerda que la salud es una de las cosas más importantes de la vida y que es, verdaderamente, algo por lo que vale la pena preocuparse.
Mientras andas por la calle, llamas a tu ser más querido (padre, madre, pareja, hermano, amigo) para comentarle que no hay nada de qué alarmarse porque según el doctor estás como una flor y los resultados han salido bien. Lanzas el discurso entusiasmado, pero quién está en la otra línea quiere saber más al respecto, concretamente que es lo que te ha dicho el doctor, a lo que de pronto ese batiburrillo de tecnicismos que ha soltado el especialista se acumulan en tu mente como un Tetris que no encaja y te quedas como Dori en la película de buscando a Nemo. Intentas explicarte, pero eres consciente de que hay palabras que ya no alcanzas a repetir, inventándotelas o añadiéndose un “aplinoseque” o “facocis”. Te haces un lio, te ahogas en tus palabras y sales de ellas con un “bueno, no lo he entendido muy bien, pero me ha dicho que estoy bien”. Tras unos cuantos vocablos, pones fin a la conversación y disfrutas del día.
Escena 4
Siete años después vuelves al hospital pero ahora de forma residual. Estas bajo tratamiento anual. Infección bacteriana. Sin embargo, aunque haya pasado todo este tiempo y muchas cosas hayan cambiado, parece que hay algo que no ha cambiado, porque sigues saliendo de consulta sin saber muy bien explicarte.
Es precisamente en ese momento cuando se te ocurre la idea de proponerle al Dr Google la posibilidad de añadir un idioma más en la aplicación del Traductor que se llame ‘Medicina’ y puedas traducir no sólo lo oral, sino también lo escrito, porque varios estudios han demostrado que la falta de comprensión, sobre todo la lectura de los informes médicos, aumenta el tiempo de tratamiento, provoca una mala adherencia a ese tratamiento e incrementa las barreras de acceso a la atención sanitaria.
Una de las principales barreras es la cantidad de tecnicismos y vocablos médicos especializados empleados, además lingüísticamente tampoco ayuda el alto porcentaje de palabras de origen griego o latino, el uso de epónimos o términos formados a partir de un nombre propio. Ante este panorama solo queda la opción de superar las barreras socioeducativas y favorecer la alfabetización de la salud o esperar a que el señor y todo poderoso Google se encargue de suplir este nuevo servicio.